Había decidido despertarme temprano aquel
domingo sólo para saludar a mis padres. Hacía semanas que no lograba mantener
una charla con ellos y comenzaba a extrañarlos un poco.
Por aquel entonces llevaba una vida un
tanto apretada: con un trabajo que me exigía entre diez y doce horas de
jornadas laborales y una mujer que me seguía y me brindaba el calor de su
cuerpo al caer la noche. Eran pocos los días en que regresaba a casa, casi
siempre era por las mañanas y la visita consistía en una ducha y dejar ropa
sucia para tomar unas cuantas prendas limpias. Acarrear calzones limpios en la
mochila había sido un acto insistente de un exceso de vanidad que me permitía
hacer cada que fuese necesario.
Recuerdo esa mañana, el cómo bajé de mi habitación haciendo
un poco de ruido, sin llegar al estruendo, pero con una clara intención de
hacerme presente en un hogar en donde, a las siete de la mañana, ya se hace
presente el olor de la comida y el café recién preparado. Al entrar por la
portezuela hacia la cocina, noté a mi madre actuar como una presencia autómata en un
lugar donde nadie comía aún, moviendo los brazos bajo el yugo del ritual
mañanero, en una respuesta de cariño hacia el calor del hogar y el brindis del café
negro casi hirviendo.
—Siéntate, ahorita te sirvo café —dijo
mientras se cercioraba de que el agua estuviera ya al punto.
Pensé en abrazarla, en decirle
que me alegraba de verla en aquella mañana, pero pensé en las preguntas que
vendrían después de eso y de los cuestionamientos sobre la mujer con la que me
quedaba a dormir.
Al tiempo en que la taza de café negro
llegaba a mis manos, un ruido extraño se acercaba desde afuera, desde el
porche de la casa, como si alguien hubiera golpeado una de las paredes con el
puño bien cerrado. En ese momento yo miraba a mi madre, quien todavía se
encontraba de espaldas, sirviendo ya mi desayuno a la par que tarareaba algo
que no alcancé a reconocer.
—Ese hombre se niega a envejecer —dijo mientras colocaba el plato en mi lugar y me miraba fijamente a los ojos—.
Tu hermana, por otro lado, se niega a vivir la edad que le toca.
Deduje que algo pasaba, que había algún lío
del cual yo no estaba enterado. El simple hecho de encontrarme solo en la mesa lo decía todo; sólo yo, el sujeto que nunca estaba en casa era el que
obtenía el primer bocado y nada parecía estar bien.
Con la cabeza un tanto agachada y la
incertidumbre de lo que pasaba, comencé a comer el desayuno sin preguntar algo
en lo absoluto, saboreando el sazón de mi madre y pensando que comparar eso con
la horrenda comida que Ángela cocinaba sería un acto puro de traición. De
pronto, mi padre pasó por la cocina a pasos largos y se dirigió a la habitación de mi hermana,
entrando sin tocar e intercambiando unas palabras de reclamo y molestia que
sonaba hasta donde nosotros.
—Hoy iremos con Fernando y Juany,
¿vas a ir? —preguntó mi madre, como si tratara de captar mi atención
pese a los gritos de mi padre—. Habrá varios invitados, seguro
Genaro y Alicia estarán, me han preguntado por ti en la última ocasión.
¿Qué era lo que estaba pasando y porque
trataba de escondérmelo? No lograba recordar desde cuando mi padre gritaba, ni
siquiera estaba seguro de haberlo escuchado antes, no de esa manera. Algo
pasaba y me comenzaba a irritar, más por el hecho de haber tomado la genial
idea de volver a pasar tiempo con ellos, mientras en el trabajo tenía una plena
tranquilidad y con Ángela lo único desagradable era, precisamente, su comida.
—Trataré de ir, hoy salgo temprano de trabajar
—repuse
mientras terminaba el último trozo de queso del plato—. Ángela
irá a ver a su madre y no me interesa conocer en lo absoluto a su familia.
Antes de que mi madre encontrara las
palabras para responder a aquello, mi padre regresó a la cocina y se sentó a mi
lado, despeinando mi cabello con su enorme mano y sonriendo hacia sus adentros
por su actitud. Noté que llevaba más canas en la barba y que parecía
indispuesto a tomar un baño.
—Buenos días, ¿todavía vives por
acá? —dijo recalcando la sonrisa y mirando las nalgas de mi
madre como tratando de recordar algo más que mi presencia.
Después de decir eso, pasamos en silencio
todo el tiempo que tardé en terminar la taza café. Mi padre me miraba de
vez en cuando sin decir nada; tampoco le dirigí la palabra y, ambos, nos
refugiamos en las imágenes violentas que llegaban desde el televisor y el ruido
de los trastes que mamá lavaba discretamente. Era como cualquier domingo antes
de todo aquello, antes de mis constantes desapariciones familiares, antes de
que mi hermana comenzara a engancharse con la cocaína. Faltaba algo de humor
pero era algo que no podía reclamar, porque fue una de las cosas que más extrañaba pero que en ese entonces decidí dejar, junto con todo ese lío de situaciones que nos habían
enredado en ese último año.
—Se me murieron dos canarios —dijo
de la nada mi padre—. ¡Pinche madre!
Nadie respondió nada después de eso, creo
que mi madre ya sabía lo que había pasado y yo no tuve ganas de preguntar. Tras
haber escuchado eso levanté mi plato y lo dejé a lado de los trastes que mamá
lavaría. Le propiné un beso en la mejilla y se ruborizó aclamando por más de
esos, mientras me despedía con un te quiero y una orden de ir a la fiesta de esa
misma tarde. Sin dirigir una palabra más, salí de la cocina y, en ese momento,
mi padre seguía callado, observando aún en su mano el par de aves ya duros y
sin nada que volver a cantar.