domingo, 20 de abril de 2014

Le recomendé dos libros

    Antes de que esa mujer llegara a mi vida mi hogar era un templo. Me doy cuenta de ello precisamente ahora, mientras la observo terminando el trabajo pendiente que se trajo de la oficina y me orilla a bajar el volumen de mi estéreo, cada que me voltea a ver con esa mirada furtiva que apenas voy conociendo.
    Yo no tengo la culpa de que sea una oficinista huevona que no cumple con sus labores durante la jornada o que, peor aún, tenga esa cara tan fea que la obliga a doblar el trabajo para que su jefe le aumente el sueldo y, lo peor, sin resultado alguno a pesar de tanto pinche esfuerzo.
    Mis viernes y lo digo con un orgullo adolescente los he dedicado desde siempre a escuchar música mientras el alcohol me va reconfortando en mi sillón; es uno de los pocos rituales que mantengo y no estoy dispuesto a cambiarlo, se lo advertí cuando se mudó a aquí hace un par meses. ¿Cómo pude haber hecho esto? ¿Cómo es que fui a emborracharme tanto durante aquella velada, cuando le pedí que viviera conmigo, cómo? Todavía no lo recuerdo y la verdad es que ya ni me esfuerzo en hacerlo, más bien me mantengo constante es esa elección, como quién apuesta al caballo que ha estado trabajando por años y repentinamente pierde  el boleto mayor: apuestas propias que me han ido jodiendo toda la vida.
    A veces creo que el tequila y la marihuana ya no son una combinación apta para mi cuerpo, digo, hubo tiempos mejores en dónde vomitar era la hermosa y nauseabunda solución, pero ahora, ahora no logro entender por qué se me olvidan tantas cosas después de una noche como esa. A decir verdad, Erika no es tan fea: exageraba. Lo que realmente la hace lucir así es esa pesada manera de decir y hacer las cosas, la ridícula forma en que se queja de su trabajo y la pinta de perra desahuciada que tanto se esmera en forjarse. Todavía tengo muchas teorías al respecto de esto último, pero no me he atrevido preguntar concretamente.

    Aquella noche, por ejemplo, no lucía así. Llevaba el cabello recogido con una simple coleta y un abrigo viejo que le daba un cierto aire de conformismo superficial, como si en el fondo intentara verse opacada por la presencia que desbordaba su acompañante, Sara, la novia de Genaro: un viejo amigo que todavía se esmera en conseguirme algunas mujeres para pasar mis viernes y que tanto ha fallado.
    Juro que en ese instante me vi cada vez más lejos de mi música como nunca antes y peor aún, de las dos botellas de Chivas que había comprado días atrás: un error desmesurado que se medía frente a una cita doble de treintones que poco tienen que hacer en un bar de moda. Pensaba en ello, en todo ese mar de circunstancias que oscilan a ocurrir mientras ellas dos iban llegando, saludando brevemente con sonrisas dibujadas en medio de esos rostros opacos en donde torno la mirada, mientras mi amigo recibe a besos a su despampanante mujer y a la vez, me presenta a la susodicha: el reemplazo de mi bonita velada.
        Estábamos ya los cuatro en la mesa cuando Genaro empezó a introducirme hacia Erika como un hombre extraordinario, uno de esos hombresillos que van creando su vida a pesar de la larga lista de inconvenientes que se han atravesado, siempre saliendo golpeado con una sonrisa de bufón satisfecho por su cometido. Parecía animada a pesar de su jeta de mal parida, lo cual me parecía un tanto divertido, es decir, era la primera vez que mi amigo hablaba así de mí y eso me preocupaba ya que, si algo tenía ese cabrón de Genaro era una franqueza seca con la que, en ocasiones anteriores, había logrado espantar a sus propias amigas hablándoles mal de mí antes de que yo dijera una sola palabra. Después me enteré por él mismo que había sido idea de Sara el cambiar de estrategia.
    Hablábamos los cuatro, casi siempre la pareja, en menor medida  participaba yo y Erika, como si se hubiese sentado en una silla con cuatro desconocidos extranjeros, sólo asentía y sonreía a la par. Por mi parte sentía las miradas de las pequeñas nuevas veinteañeras escaneándonos como maleza entre un bello jardín. Volteaban de vez en cuando entre susurros y flashes cegadores que disparan a diestra y siniestra, deslumbrando mis gafas cada que intentaba ver los pálidos senos de mi nueva acompañante y terminaba por formar gesticulaciones fofas después de los inteligentes comentarios que Genaro y Sara iban discutiendo.
    Ya entradas las copas, Sara y Genaro se pararon a bailar, como de costumbre, lo cual nos orilló a Erika y a mí a salir a fumar . Ellos parecían divertirse mientras todos esos mocosos parecían reír de sus antiguos bailes de moda: eran el centro de atención del bar y también nuestra hermosa oportunidad de huir. Entonces, entre el bullicio que se acercaba lentamente hacia mis desubicados amigos, salimos apresurados y la mujer sacó dos pequeños cigarrillos de marihuana mientras mi Dunhill ya despedía sus primeras bocanadas. No preguntó si me apetecía, lo recuerdo. Más bien, había prendido uno para después colocármelo entre los labios mientas aplastaba mi tabaco con la suela se su zapato. Creo que en ese momento estuve a punto de romperle la cara, digo, al menos lo pensé, pero después lo deje pasar mientras iba pensando en cómo una mujer como ella casualmente llega y te invita a drogarte sin decir una sola palabra. Optó por encaminarme hacia mi auto, sin hablar al momento de que me encontraba degustando del olor característico de la hierba al arder.
    Consumimos los dos cigarrillos casi sin intercambiar palabras. Nos habíamos recargado sobre mi coche, el cual estaba a dos cuadras del bar, en una calle en la que el alumbrado mercurial dejaba mucho que desear y se acomodaba para la situación en la que Erika me había metido. En aquel instante, ya perdido entre dos reacciones de tos y un cierto tipo de atracción sobre la mujer, recordé una botella que tenía en la guantera, un tequila barato que guardaba para alguna aburrida ocasión y decidí decirle. Tanto el silencio como el porro que había fumado me orillaron a invitarla a tomar dentro del auto a lo que ella respondió cerrando forzadamente los ojos.
    Recuerdo que tomábamos caballitos de un vaso desechable (que procuraba dejar en el pico de la botella) sentados en el asiento trasero. Recuerdo a Gerardo tocando el vidrio de mi auto mientras Sara se caía de borracha detrás de mi amigo. Recuerdo también un interminable loop de música electrónica en mi automóvil mientras conducíamos hacia mi departamento. Recuerdo y no recuerdo y sinceramente de la Erika de aquella noche sólo pretendo acordarme de lo esencial, pues de los otros flashazos que tengo no logro entender cómo es que terminé pidiéndole que se mudara conmigo.
     Si de algo sé que hablamos un buen rato fue de libros. Generalmente no suele ser mi fuerte ni uno de mis temas recurrentes de conversación, pero comenzó a citar algunos ejemplos de personajes literarios que tengo muy presentes y lo notó. Fue muy similar al control mental y parecía sobrellevarlo muy bien, cosa que deje pasar mientras tuviera algo de marihuana quemándose en mis dedos. A fin de cuentas, fuimos bebiendo de esa botella y resultó que la no-tan-fea mujer llevaba más porros en el bolsillo. Según supe después, conduje hasta el supermercado, compramos más tequila y bailamos en mi sala, ya cuando comenzaba a verse nublada la atmósfera de la amargura, disfrazada y ambientada por una escena llena de cortes y repeticiones.


    De lo siguiente no logro acordarme nada: no supe cómo es que mi coche terminó con el retrovisor derecho destrozado, cómo es que sus bragas terminaron colgadas en mi regadera al despertarme en la mañana y tampoco llegué a saber, a ciencia cierta, por qué Gerardo me había mandado un mensaje de texto con un «chingas a tu madre» a las tres de la madrugada. Con respecto a Erika y la incógnita de cómo es que esa mujer acabó viviendo conmigo, al parecer le recomendé dos libros y me agradeció con una buena cogida o, al menos, eso me dijo tres días después del viernes del bar, mientras el taxista le ayudaba a bajar sus maletas de la cajuela y me miraba de frente en la puerta de mi humilde estancia, prometiendo contarme todo ahora que viviéramos juntos. 



martes, 1 de abril de 2014

El amor son mocos en este pañuelo

     Si nuestra relación hubiese sido igual de breve como nuestro primer encuentro, otra sería la historia. Me lo digo ahora, mientras llego, por mera coincidencia, al restaurante en donde nos conocimos y pido el mismo pan con café que ordené aquella tarde.
    (El ambiente del lugar es una de las principales atracciones. Uno puede llegar ahí y quedarse por horas sin importar la calidad de los alimentos, ya que desde sus grandes ventanales se puede tener una vista panorámica que otros lugares envidian, dando al consumidor un confort de voyeur que paga para cometer su pecado. Afortunados son los clientes que llegan más allá de la simple taza café y ordenan comida de la cafetería, siendo ésta un exquisito gourmet en sencillos platillos, así como el café es, sin duda, el mejor de la zona: entrar ahí sigue siendo una de las cosas por las que me gusta esta ciudad. Tengo en mis recuerdos un registro muy detallado de decenas de charlas, cenas entre viejos colegas, romances de miradas fortuitas que duraban minutos y tardes solitarias en donde he optado por refugiarme en algún libro a plena tranquilidad).
    Habiendo notado esta inoportuna situación, al observar a una mujer de unos veintitantos años leer un libro con ansiosa desesperación, el recuerdo de ti llega a mí cabeza y me descubre como actor de una escena ya vivida: una muy particular. No puede ser otra más que la del día en que te conocí. La sorpresa entonces llega y me dibuja una sonrisa, obligándome a observar la delicada silueta femenina; donde los cabellos caen hasta tocar las blancas hojas de papel y, los zapatos, son tan altos como la maleta al lado de sus pies. «¿Cuánto tiempo ya desde nuestro primer encuentro?», me digo al momento en que el cansado mesero se acerca y coloca la orden para retirarse, y detrás de mí, una pareja discute los rebasados gastos en la tarjeta de crédito de los últimos tres meses de la mujer. Sinceramente, nunca creí conocer a alguien tan importante para mí en un lugar tan común y corriente, sitio donde cientos de personas entran y salen a toda hora y lo que menos parece existir, en ellos, es el amor.
    La forma en que su dedo medio iba de la mesa a la boca me trasladaba a un ambiente ambiguo, una reproducción del recuerdo claro que me guardo de ti. Y luego, el dedo yendo de la boca hacia el libro: parecía haber sido ensayado innumerables ocasiones, como si aquella mujer imitara tus movimientos para su reproducción en alguna pantalla al mundo; una muestra de la adorable atracción que surgía de tus actos más casuales que a tantos llamaba la atención y a pocos había embrutecido teniéndome a mí como el número uno de tus incontables enamoradizos. Si la hubieras visto te asustarías más de lo que ahora recuerdo haber sentido al percatarme, por no decir que entrarías en un shock de aquellos.
    Notó que la miraba cuando levantó al fin su vista para beber del café. Como un tipo que ya sabe lo que sigue y saca provecho de las ventajas que dejan los años, sonreí con gusto mientras me respondía de manera muy forzada: emulando la torpeza de tus sonrisas y dejando ver unos dientes chuecos y amarillos, que imitaban la desproporción que poseías antes de tu tratamiento. Uno puede saber qué es lo que sucederá a continuación: el voltearse hacia otro lado para dar por terminado el primer contacto visual, observar rápidamente el panorama que se extiende a través de todo el lugar y que poco me he limitado a apreciar, darse cuenta de que entre toda esa escena del entorno urbano y la cálida tarde que nos tiene dentro de una cafetería, no es más que un ordinario set de filmación de la larga proyección de nuestras vidas. Sin embargo, poco se puede ignorar el aumento de la temperatura corporal que aparece al obtener una pequeña emoción como esa, haciéndome pensar que, en ese momento, puede significar algo bueno qué rescatar de todo el conjunto de hechos que se van en lo que el día va transcurriendo.
    Ella se acercó hacia mí amablemente y le invité a tomar asiento. Al estrechar su mano no pude evitar sentir la delicadez nerviosa que dejaba percibir en su pulso, regalándome la virtud de permiso para ese montón de pensamientos que surgirían de dicho acto: una entrega de algo íntimo que sólo yo podía apreciar en ese instante. Al parecer, el lapso de tiempo del saludo se extendió demasiado para que me pidiera soltarla, a lo cual reaccioné vergonzoso y arrepentido de dejar relucir mi búsqueda de ti en las manos de otra mujer. Algo típico para un hombre maduro como yo. Sería mentira decir que hablé más de mí que de costumbre, lo cual admito cuando terceros me lo hacen saber pero, en esta ocasión, era ella quien hacia las preguntas que llegaban hasta mis oídos como una entrevista pretenciosa, una serie de cuestiones que incomoda de relatar a extraños pero que, con el encanto de esa mujer, poco pude resistir.
    Observamos el sol que caía tras la ventana en el primer silencio que tuvimos. Tras una larga serie de preguntas, encontramos un momento para respirar un poco: ella acomodando el separador de su libro de una manera obsesiva y correcta, y yo siguiendo a las personas de afuera con la mirada, mientras sentía al calor del café cayendo por la garganta y viendo de reojo los movimientos que la fémina iba haciendo. La encontraba atractiva, al menos lo suficiente como para tenerme fingiendo interés en las oscilaciones de los árboles base al viento.
    (Una de las paredes de la cafetería se encuentra adornada por unos veinte cuadros pequeños. En ellos hay fotografías de parejas que habían pasado a ser clientes frecuentes y amigos del dueño, Carlos Tamés: un hombre ridículo que enviudó a los dos meses de abrir su negocio y se había obsesionado con fotografiar hombres y mujeres que pasaban sus tardes en compañía de un café. Los nuevos visitantes, no paran de curiosear al preguntarse quiénes serán esas personas, a lo cual Carlos se acerca y les comenta la temática. Los clientes frecuentes ya conocen la historia, siendo que, la mayoría, nos encontramos retratados en una vieja pared con personas que ya hemos dejado hace mucho tiempo).
    Cuando hubo terminado el silencio entre los dos, ella escribió una frase en el pañuelo que se encontraba debajo de su café, del cual, no pude distinguir el mensaje. Lo guardó dentro de su puño izquierdo y entonces preguntó por cosas banales que respondí con un sorpresivo gusto inherente de la situación. Ambos lo pude sentir en mis mejillas y verlo en su discreto rostro adquirimos un semblante espontáneo, lleno de arbitrariedad bajo los efectos de lo inverosímil en que se hubo tornado nuestra supuesta conversación. Reparaba en sus labios temblorosos al tiempo en que se reía, comparando las ondas de sus tontas carcajadas con el vaivén del viento que pasaba en el exterior, revoloteando así los cabellos de la gente que pasaba. Tenía en frente de mí a alguien que me recordaba toda tu pinche persona y no sabía hasta dónde íbamos a llegar.
     De un momento a otro, sus ojos se fijaron en los míos y me anunció su retirada. El despido fue algo que bien pudo compararse con un «hasta luego» de algún familiar, un «nos vemos» clásico entre amistades y un «hasta mañan de viejos y aburridos amantes, donde el acto mismo no es nada más que hábito y, por ende, poco debería importar. El beso en la mejilla se esfumó entre el ruido del lugar y al fin el pañuelo llegó hasta mi. Sus pasos se iban alejando con apuro y su figura se extinguía entre el tumulto que abarrotaba la cafetería, todo mientras en mis manos desarrugaba el pañuelo y leía una frase donde el punto final del encuentro era exacto: «el amor son mocos en este pañuelo».
    A diferencia de esta ocasión, en nuestro primer encuentro teníamos unas lluvias torrenciales de septiembre invadiendo la ciudad, producto de un huracán en las costas del Golfo de México. Por esa razón, el negocio del viejo Carlos se quedó sin luz eléctrica por un momento, siendo nosotros las únicas dos personas que no observaban el chubasco por las ventanas: nos habíamos cubierto de una total oscuridad que nos impedía seguir mirándonos de lejos. La seducción fue cada vez más palpable, orillándonos a la aproximación repentina.        Había terminado mi segunda taza cuando, bajo el brillo de un relámpago, aparecías frente a mí, tornada de un azul blanquecino, colocando a golpe seco en la mesa el enorme café que tomabas, mientras con la otra mano sujetabas el libro y me saludabas como a un viejo amigo. Lo vuelvo a repetir: nunca creí conocer a alguien tan importante para mí de esa manera. Demasiado casual para notar algún posible «más allá» que no fuera preguntar por la hora o por fuego para el tabaco.
    La lluvia duró lo que duró la charla. Te cambié tu café por mis cigarrillos y comimos el pan que me quedaba. Salimos juntos hasta que nuestros caminos tuvieron que separarse y prometí llamarte el fin de semana. Todo había sido breve, muy corto, casi fugaz, más sin embargo, decidí llamarte aquel viernes donde todo cambió. Al final, terminamos durando demasiado tiempo en un noviazgo forzoso y obstinado, casi tanto como para odiar el haber creído en el amor de cafetería.