Es la cuarta vez que vengo a este
restaurant. Desde que comencé a salir con Nora, cada viernes suelo esperarla
hasta que sale de su trabajo, lo cual me da quince minutos de tranquilidad tras
la rutina hasta que llega y bebemos algo mientras vemos qué hacer después. Hoy
he llegado un poco antes, salí temprano del trabajo con la excusa de tener que
realizar un pago bancario y me ha dado tiempo de comprar un libro para Nora. Aún
dudo del impacto que esta lectura vaya a tener en ella comparada con la que yo
presenté hace algunos años pero ya lo tengo aquí, envuelto torpemente con la
bolsa de plástico de cortesía y la etiqueta del precio arrancada con las uñas.
De nuevo me ha atendido la camarera más
vieja del lugar, la más amable a la hora de las preguntas sobre los platillos y
las más ágil en cuanto a la atención. Tengo la ligera sospecha de que ya me
identifica: seguro sabrá que soy el tipo que espera a su novia los viernes por
la tarde y que nunca pide aperitivos para hacer tiempo, seguro lo sabe. Ahora, por
ejemplo, viene hacia mi mesa con una simple limonada dibujando una sonrisa
sincera y accesible, ese tipo de sonrisas que marcan demasiado el rostro y que
uno suele identificar en las personas que no muestran debilidad alguna pese a
las amargas circunstancias.
Regresando a lo anterior, creo que es
demasiado temprano. Media hora antes en un lugar donde sólo puedo costearme una
simple bebida antes de gastar junto a Nora me deja insatisfecho e incómodo. Hay
poca gente a esta hora y, dejando de lado un poco eso último, debo admitir el
porque me gusta esperarla aquí mientras acaba sus deberes y deja listas sus
cosas para cuando regrese el lunes por la mañana a la labor. La tranquilidad
que brinda este espacio aunado con el hogareño olor a cloro y lavanda entregan
una especie de satisfacción para quien desea comer sin dudas sobre limpieza e
higiene.
Han pasado apenas cinco minutos. No tuve
más remedio que sacar el libro que he comprado y me he puesto a releer la
descripción trasera de la contratapa. No entiendo por qué lo he comprado otra
vez, comienzo a pensar que no fue una buena elección y ahora todo se torna en
una necedad de querer sentir algo de nuevo al respecto. ¿Tendría que reprimir
ese regalo? Es una buena edición.
Mi bebida no ha recibido más de dos sorbos
en los que llevo aquí sentado y la presencia de este nuevo libro no tarda en
recordarme a Magda y los tiempos en los que ella significaba esta lectura,
negándome verle a los ojos, mientras ella, centrada por el nulo pudor erótico
del texto, se enfrascaba brutalmente en el seguimiento de las frases, las
sensaciones, las palabras vulgares que desmenuzaba una a una a cada letra de
una redacción excelsa en la que perderse era el primer paso.
La imagen no tarda nada en presentarse en
mis ojos y no reparo en más que sus manos: firme sostén de mantenerse en
equilibro entre el mundo de Lulú y en el panorama que Magdita olvidaba. Habría
de maldecirme en todas las maneras posibles si olvidara aquella vista hacia la
muchacha de los cabellos grasos con tremenda hambre de redacción, siendo la
sutil excusa de percibir su presencia por entre la demás gente que va y viene y
que poco he reparado en notar. La tengo aquí, frente a mí, siempre otorgando el
silencio con la mirada baja y el oído fino, escuchando mis breves comentarios a
la par de un capítulo más. «¿Y luego, apoco no pudieron con la
carga de trabajo de ese mes?», respondía por mi pereza expresada
entre mis quejidos y suspiros, dirigiéndome miradas cortas sin perder el hilo
de la conversación y dándome a imaginar lo húmedas que estaban sus bragas por el
drama de Lulú.
No creo tener tanto esperando y, sin
embargo, el sentido del tiempo ha pasado a quedarse de lado. Nora suele
retrasarse un poco con ese suave caminar que tiene y no me extraña su tardanza
con lo que apenas le conozco. Ahora, justo en el lapso en el que suspiro por el
simple capricho de quererlo, abro el camino prestablecido de entrometerme de
nuevo hacia la contemplación imaginaria de tan hermosas manos, apoyándome
fijamente el mentón sobre la base del libro y entrecerrando un poco los ojos,
enfocando suavemente el blanquecino tono oliva de su piel. Es la quietud con la
que se mantienen posadas el delirio en el que ahora me pierdo, de nuevo, en un
silencio que se produce por flujos químicos y deseos del subconsciente de los
que me veo previsto y faltante. Vacilo así, escondido entre perfumes de añoro
en el que aprovecho la tardanza de mi chica para un refugio culpable de la
belleza de Magda, prestableciendo un paréntesis elemental para semejante
presencia más que elaborada.
Conforme se beben los cafés y las pláticas
comienzan a escucharse, ella persiste en la lectura y asoma la mirada. Levanta
la vista cada cierto minuto, indagando en la manera en la que le observo
mientras deja percibir una pizca de indiferencia y un estímulo cada vez mayor
al ir leyendo las palabras que Lulú pone en su boca. Pinche Magdita, portando
esos tonos oscuros entre un torpe chaquetín de cuero y las botas gastadas, adornados
a la vez por un verde militar en la mini falda y sólo mostrando la desnudez de
sus manos: limitando hasta en mis rutinarias alucinaciones la idea de un fin en
el que no puedo siquiera disponerme a sobrepasar. Es de notar el tiempo que se
alarga en mi espera y esto continua, siendo ya el guiño tras las gafas de
Magdita la señal de que Lulú ha llegado y que, claramente, puedo olvidarme de
Nora.
¿Quién seré al momento de perder el control
ante la lujuria que esto conlleva? Me ha sobrepasado el límite de lo que tolero
ante tales circunstancias y me veo, una vez más, entre el nudo en la garganta
que me invita al flujo existencial y la pared enana de la fidelidad ante una
visualización tonta e irreal. Sin embargo, está justo ahí y la encuentro
hermosa, al tiempo en que cierra el libro e interrumpe mi mirada penetrante y
extendida de deseo, enviándome esa serie de mensajes subliminales en los que me
he encasillado con ese tonto libro. Qué puedo hacer sino dejarme perder aunque
sea en esta introvertida fantasía que ha comenzado con el llamado de unas
delicadas manos y que ahora describo con ansias de un guarro desdén; nada
afectaría en cuanto a Nora sólo y, tal vez, que llegase a encontrarme sentado e
inmóvil, perdido y solo en una mesa aislada de este lugar en el que la espero
los viernes desde hace dos meses sin saber qué me está pasando.
Lulú es la que me mira desde unos metros de
distancia, sin intenciones de acercarse en lo más mínimo, invitándome a tirar
el libro por la ventana y aprovecharme de ella con lo que he entendido de esa
lectura, de su escritura, de todas esas situaciones que me sé de memoria y de las
que me he perdido durante este último año. Procuro seguir y la inquietud que
viene tras el coqueteo en el que se ha emprendido no da más que tiempo muerto y
una idea vaga de conciencia en donde aún queda Magda, mi Magdita y el centenar
de actos reprimidos que nos llevaron a distanciarnos y el mal sabor de
impotencia que ha quedado de todo ello.
Es el recuerdo de su negación
inquebrantable el que perdura, el sinnúmero de ediciones que he realizado a lo
que bruscamente paramos sin discreción lo que me trae a esta clase de actos
bajos. Imágenes intrapersonales que he implantado para tenerme como propietario
de hechos embarazosos y privados en los que no fuimos más que eso, un fingir de
sentimientos que poco puedo explicar. El aroma de Magdita no concuerda con la
idea, ni el atuendo, ni siquiera esas gafas que ahora muerde mientras frunce el
ceño tan sensual. Seis tragos de limonada en mi estómago y ninguna droga. Un
tiempo perdido.
Recién cierro y abro los ojos para despedir
esa idolatría ya abnegada cuando encuentro con la mirada a Nora arribando al
restaurant. Se ha arreglado demás y lo noto al instante, mientras camina hacia mí
reparando a dar un simple saludo a la vieja camarera quien me señala con
alegría. Se ha soltado el cabello antes de entrar y porta un suéter nuevo, uno
muy de su gusto y nada peculiar. Me sonríe mientras se sienta conmigo, me
obliga a olvidar de nuevo todo este embrollo, a decirle lo bien que se ve para
salir esta noche.