jueves, 15 de mayo de 2014

Tim Bowness

    Aún no estaba acostumbrado al nuevo ruido del motor de mi viejo auto y tenía miedo de joderlo todo.  Apenas un día antes había ido a recogerlo al taller, después de una inversión que, todavía hoy considero insensata, pero que en aquellos días había sido un lujo innecesario que decidí realizar a insistencia de mi padre. Era una suspensión nueva y desconocía ese nuevo rugir, lo cual no me impedía acelerar un poco más siempre y cuando todo estuviese bajo el debido control.
    Cada que pienso en la restauración de aquel carro se viene a mi mente la presencia de Laura, la chica con la que salí ese verano. La había conocido antes de terminar ese semestre y había quedado estúpidamente enamorado de ella, lo cual era un amor basado en tardes en mi casa o conduciendo sin rumbo previsto, perdidos y unidos e idiotas, cada vez más lejos; así: despreocupados y ocupados, mientras los castaños caireles de Laura latigueaban a través de la ventana para perderse en el brillo del sol de mediodía y mi mano iba reparando en el ardor de sus bragas ante su despiste.
    Fue ella la primera que subió a mi auto después de arreglarlo, de eso me acuerdo. Además de pensar en la carrocería también es fácil de refrescar esa lista de pensamientos ligados por las cosas que pasaron, como el hecho de haberme dado cuenta de lo fanática que puede llegar a ser ese tipo de chicas por alguien o algo, y lo fastidioso que puede volverse un tranquilo viernes de carrera relax obligada.
    Poco puedo recordar en estos momentos los detalles prescritos que se mencionan normalmente en las películas o en los libros populares, como cuál era el color de la blusa que Laura llevaba esa tarde o cuál había sido el principal motivo de encerrarnos en el automóvil con el pleno sol vespertino, quemándonos la coronilla sin que nos asoleáramos directamente. Sin embargo, me acuerdo de Tim Bowness y esa delicada melodía que escuchábamos cuando comenzó la disputa.
    Dicen que hay que recordar los buenos momentos de las relaciones pasadas, sin enfocarse en todos los problemas y las chingaderas que siempre pasan, pero eso no siempre es lo mío, y mucho menos cuando se trata de recordar a Laura, no señor. Esto último no quiere decir que con ella todo fue horrible y grotesco, sino que los malentendidos y las discusiones llegaban en momentos exactos en que la trivialidad podía ampliarse demasiado y lo subjetivo explotaba para terminar siendo una lluvia de tontas reclamaciones y sandeces al por mayor.  Algo infantil para un sólo verano.
    Aquella tarde era una de esas. El simple hecho de tenerla ahí, sentada, sin decir una palabra y refugiándose bajo esas enormes gafas de sol indicaba que en cualquier instante la chispa estallaría. Me lo decía toda ella, con esa franqueza de no tener que empezar el drama con preguntas directas sino con las caricias en la entrepierna, con frágiles besos en los brazos y con esas extrañas exhalaciones que hacía antes de empezar su típico desinterés, como si sacara poco a poco su alma momentáneamente para no endemoniarla demás.
    Iba conduciendo con cuidado, acelerando un poco más cada cierto tiempo, eso lo recuerdo. Íbamos cerca del sombrero de Santiago cuando Laura, tarareando a breves susurros Schoolyard Ghosts, comenzó a pasar sus labios por mi brazo derecho, dejando un delgado hilo de saliva que desaparecía, confundiéndose entre el calor de su aliento y los 37° de la resolana.  Ese fue el principio de este recuerdo, ya que todo lo demás osciló entre gritos insultantes y golpes que llegaban hasta mi rostro de un momento a otro. Haciendo un recuento de los hechos, he logrado carcajearme por las condiciones que obligaron a Laura a golpearme, digo, viéndolo ahora, después de algunos años a la par que me topo mi inconfundible  viejo auto en el estacionamiento de un conocido centro comercial, no puedo ver explicación prudente de toda esa ola de ira hacia mí.
    Ella no conocía a Bowness en lo absoluto cuando nos conocimos en la facultad. Habían sido las tardes en mi alcoba las culpables de ese extraño fanatismo que logró hacerse en pocos días. Iba y regresaba a casa con mis discos, emulando una necesidad de entendimiento y de conversación que nos ocupara después del sexo, lo cual, admito, había estado bien, pero que en una o dos semanas se había agigantado hasta el hastío, a tal grado de orillarme a dejar del lado al pobre Tim. Suelo ser celoso con ese tipo de cosas, pero la verdad es que la belleza de Laura había hecho que se engendrara en mí una especie de ceguera momentánea ante las frases de su alabado cantante y mi percepción de sus caderas: un hechizo fatal.
    En la escena que aún tengo en la mente, después de haber pasado delicadamente su lengua por mi brazo, se había incorporado de nuevo a su asiento. Carraspeaba para llamar mi atención a lo que, tras algunos baches que habían meneado un poco la estabilidad de mi coche, se había puesto a llorar. No supe cómo reaccionar, lo acepto. Era un sentimiento de desdicha, recordándome el montón de risas que habíamos compartido días antes del cierre de ciclo escolar y la borrachera en donde le pedí fuera mi novia. Algo pasaba, algo que yo no había percibido en ese instante y que me bloqueaba a actuar. El llanto aumentaba y la posibilidad de que Laura estallara iba paralelo a ello, advirtiéndome de un hecho que se desbordaría de un segundo a otro.
    Nuevamente insisto: no recuerdo el color de su blusa, ni el short que llevaba en aquella tarde, pero claramente logro memorizar que hubo un lapso en el que mi agobiante impotencia me obligó a recalcarle mi molestia por su nuevo fanatismo. «Me caga que mames a Tim Bowness», había sentenciado mientras conducía a unos ciento veinte kilómetros por hora, con la mano izquierda bien apretada al volante y la derecha yendo a reacción hasta la entrepierna de la lacrimosa chica.  Después vinieron los insultos, la ola de putazos y la pérdida del control al manejar. Si no recuerdo sus gritos es por la secuencia de escenas que cruzaron mi vista en las siguientes milésimas de segundo: al auto derrapando en una pequeña curva, los puños de Laura todavía alcanzando mi jeta y cómo terminamos ensartándonos en un poste de concreto de la comisión federal de electricidad.
    Tras el accidente, pasé el resto del verano en el mismo hospital de mi infancia. Ya de regreso en la facultad pregunté por Laura, pero nadie sabía de ella, hasta que nuestro tutor, después de un mes iniciadas las clases, me comentó que Laura había pedido el intercambió para la facultad de Físico-Matemáticas y ya nunca volví a saber de ella.
    En fin, la quise y me aburrió ese mismo verano, como nunca nadie lo había hecho y ahora, tras siete años del accidente, vuelvo a escuchar la buena música que ha estado haciendo Tim Bowness en todo este tiempo que lo dejé de lado, todo este tiempo que olvidé por completo las pendejadas que alguna vez hice junto a mi querida Laura.

    

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